Octubre 2018


LO QUE te roba la falta de serenidad. Llevo toda la vida perdiéndome la naturaleza. He nacido en la ruralidad, he vivido durante treinta años en un vergel de vacas y estrellas, de prados y riachuelos; en un caserío donde hacían nidos las golondrinas y en la parte trasera había un panal de abejas; en un paraíso donde crecían castaños, perales, manzanos, higueras, cerezos, avellanos, melocotoneros, y sin embargo, no recuerdo haberme detenido nunca cinco segundos a admirar una flor, a observar el comportamiento de un gorrión o escuchar los distintos sonidos del agua cuando corre por su cauce. Lo único que me gustaba en mi adolescencia era cazar grillos, tirar piedras a los gatos, córtale la cola a las lagartijas, lanzar moscas a las telarañas o comerme las frutas antes de que maduraran, esto es: violentar a la naturaleza, introducirle dinamismo, ser un hijoputa con ella. También puedo sentir a la naturaleza cuando se crispa, cuando acaecen días de tormenta o de viento muy fuerte; o soy capaz de pasarme horas mirando el mar, pero a condición de que esté encrespado, de que se sitúe a la altura de mi tigre perpetuo (pero de papel, el tigre). Cuando me pongo a leer los diarios de Thoreau o Jünger, noto que entro en un universo ajeno: no puedo creerme cómo son capaces estos autores de fijarse en el más minúsculo insecto, de regodearse ante una hoja que cae, una flor que se abre, un pez que no conocían, un pájaro que nidifica distinto, un nuevo hongo, una hormiga. Trato de leerlos, pero al de veinte páginas ya estoy cansado de una prosa sin conflicto que no-me-lleva-a-ningún-sitio. Luego entro en Rimbaud, en Nietzsche, en Gide, en Cioran, en Plath, en Pizarnik, en Schopenhauer, y noto que me introduzco de un golpe en mi mundo y con los de mi raza: yo solo amo a los enfermos que me agreden a medida que se destruyen.