Enero 2015


AL PRINCIPIO me gustaban y ahora las rechazo, o las acepto sin ganas y luego las cancelo o no contesto. Me refiero a las entrevistas. Con el tiempo he comprendido que no sirven para acercarse a un escritor, porque el escritor es un cerebro continuamente en marcha que se nutre de las dudas y detesta las conclusiones, por lo que este género, con su exigencia de respuesta y solución perentorias, arroja una imagen distorsionada de él. Cada vez que he leído una entrevista mía, las pocas veces que he tenido fuerzas para llegar hasta el final, me he quedado horrorizado por lo seguro que parezco de todo, cuando en realidad soy un saco de incertidumbres. También noto que el baño de vanidad que supone este formato, el “fíjate qué grande soy que me piden una porque evidentemente estoy a la altura”, se te vuelve en contra, porque de forma consciente o inconsciente uno trata de aparecer en las entrevistas como más sabio, más rebelde y más iconoclasta de lo que realmente es, y al final lo consigue, pero a costa de hacerse irreconocible y aparecer como un Garibaldi de salón y mando a distancia. Y no es que mienta, ojo, si lo peor de todo es que hasta me creo las cosas que digo: el Batania de ese minuto pensaba que pensaba de verdad eso. Pero si le hubierais preguntado un día después, seguramente habría contestado distinto porque pensaba que pensaba distinto. Y así ocurre que, cuando al Batania-de-este-minuto se le ocurre ojear las entrevistas que concedió el Batania-de-otro-minuto, le invade una vergüenza ajena y un bochorno de niveles oceánicos. Os juro que yo no tengo nada que ver con el mentecato que respondió aquello, por favor, que le hagan la prueba del ADN. De hecho, esa es la única razón de peso que puede existir para dar una entrevista de vez en cuando: la de rectificar todas las sandeces manifestadas en la entrevista anterior.