Noviembre 2015


COMENCÉ A volverme supersticioso cuando murió mi padre, señal de que la superstición tiene que ver con la debilidad, y este defecto no ha hecho más que aumentarme con el paso del tiempo, a tal punto que hace seis años, cuando entré en una crisis creativa que me hizo reducir mis publicaciones a meadas de mosca, no se me ocurrió pensar que la causa radicara en mi invalidez o impotencia, o que simplemente ya hubiera escrito todo lo que tenía que decir, sino que le eché la culpa a mi piso Creta, que era tan pequeño y tan cerrado que no tenía una sola ventana. No era por tanto que yo no escribiera: era Creta la que no me escribía. Y me obcequé tanto en esa intuición y fue tanta la manía que le fui cogiendo a Creta que al de poco, cuando me cambié a otro piso que bauticé Stromboli y que estaba también en Noviciado, a 150 metros del anterior, me pareció que el nuevo piso era mucho mejor no solo porque tuviera una ventana sino por una cuestión fundamental: Stromboli me escribía mucho más.

Otro tanto me ocurrió con los portátiles. Hace cinco años compré dos idénticos, uno para escribir en mi trabajo y otro para escribir en casa, y por idénticos bauticé a uno como Cástor y a otro como Pólux, al modo de los mellizos mitológicos. Pero pronto me di cuenta de que el portátil del trabajo, Cástor, era el único que me escribía: por misteriosas razones, al otro no se le ocurría nada. Cuando decidí trasladar a Cástor a casa y llevar a Pólux al trabajo, se confirmaron mis sospechas porque, una vez realizado el cambio, ya no se me ocurrían las cosas en el trabajo, sino en casa. La culpa era, por tanto, de Pólux, portátil que regalé inmediatamente a un compañero de trabajo, pues otra de las características de mi superstición es que, una vez que identifico lo que me da mala suerte, lo elimino sin contemplaciones:

–Pero… –me decía el compañero al que le regalé el portátil–, ¡si este portátil está perfecto!
–Sí, pero no me escribe.

Así va uno por la vida. No hay inseguridad nueva a la que no le ponga plato y cubiertos para comer. Y lo curioso es que no me recuerdo ninguna superstición durante mi juventud: todas me han venido a partir de la muerte de mi padre. Pero necesito seguirles la corriente, porque si las resuelvo me siento más seguro y mejora mi calidad de vida. Existen mínimos vitales que no puedo soslayar: necesito un piso que me escriba y un portátil al que se le ocurran cosas.