Terminé ayer un prólogo y he vuelto a jurarme no escribir jamás otro, porque es una operación cosmética que no tiene ningún sentido y deja al que los escribe daños casi irreversibles en el cerebro. Entiendo que se pueda escribir un prólogo para contextualizar un libro de poesía del siglo XVI o una antología de una tribu de inuits, pero pocas explicaciones le encuentro fuera de esa labor informativa o dilucidadora de épocas y ambientes lejanos. Uno se vuelve tan estúpido al escribir un prólogo que luego necesita varios días para que vuelva a asomar en su cerebro algún vislumbre de inteligencia.