Febrero 2021


LO GUAPO que me estoy poniendo a los 46 años, es que no me lo explico. Siempre he sido de una fealdad llamativa, feo de cojones, tanto que algunos de los momentos más desagradables que he sufrido desde que tengo conocimiento de mí mismo son los de encontrarme con un espejo de repente, de improviso, pues suele sucederme, cuando me encuentro con un espejo queriendo, que consigo defenderme de él hasta componer una postura un poco tolerable. Siempre me he considerado un endriago y la gente que me rodea, ya desde pequeño, también ha ayudado lo suyo a fortalecer esta impresión, pues casi todos me subrayaban lo guapas que eran mis tres hermanas comparadas conmigo. Soy cheposo y desgarbado, tan desgarbado que parece que mis músculos y mis huesos estuvieran sueltos, sin soldar, a punto de echar a correr por su cuenta como la pata de palo de Espronceda; aparte padezco unos labios minúsculos y unas orejas salientes, con una nariz enorme rematada por unas fosas nasales enormes. Para completar el (pésimo) cuadro está mi sonrisa: cada vez que sonrío, toda mi cara se mueve y compongo un retrato como de viejo pícaro o avaro, una especie de Thénardier muy desagradable de contemplar. Pues bien: desde que cumplí los cuarenta, no sé por qué, creo que mis facciones se están ennobleciendo y que mi cara cada vez se está haciendo más serena, más delicada y, sobre todo, más interesante: cada vez que me miro en un espejo, adrede o sin adredar, veo la cara de una persona con propósito, una persona que tiene un plan en los ojos, rostro mitad de fanático y mitad de Drukpa Kunley (mi Drukpa Kunley siempre está sonriendo con inteligencia). Este asombroso embellecimiento tardío de mi cara, aunque puede ser solo psicológico, basado en que he renunciado a otra Iratxe y que he asumido la soledad como descanso y arma de guerra, se está convirtiendo además en una fuente de optimismo. Cuando cogí el coronavirus, por ejemplo, en el momento en que me encontraron la neumonía en el pulmón izquierdo y estaba cagadito como el gallinita que siempre he sido, me miraba sin embargo al espejo y, asombrado ante la energía y obstinación de mi cara, me decía: "A mí no me engañas, pedazo de cabrón: tú no tienes la cara de alguien que se vaya a morir enseguida".