TENGO TREINTA Y SEIS años y da un poco de vergüenza decirlo, pero todavía quiero ser un héroe. A una edad en que la gente presume de coche, piso y dos niñas gozada, cada una con su muñeca Bratz en la mano, yo sigo defendiendo a mi héroe, lo alimento y lo manipulo, le invento sueños para sobrevivirlo.
Mi héroe. Mi adorado héroe. No me hace falta concluir el sueño, claro: me basta con desearlo, tenerlo ahí mismo, cerca de mí, en el eterno volando o al alcance de lo imposible. Ya sé que todos sois humildes, ya me lo habéis dicho y puesto por escrito, y por eso me hacéis sufrir tanto: porque tenéis freno, porque sois escritores sin héroe, porque lo habéis matado. ¿Y por qué el asesinato, y qué mal os hizo, y con qué derecho?
Cuando el rebaño madrileño sale a la calle con el seguro a todo riesgo y pide en los bares su habitual cerveza de doble airbag, yo me reúno a solas con mi héroe y me pongo a soñar. Nada más que eso es una persona con héroe: alguien que sueña en niño y en grande con toda la seriedad del mundo. Mi héroe me dice, por ejemplo, que algún día daré un recital en Wembley con Leonard Cohen. Que llenaré el Madison Square Garden a dúo con Patti Smith. Que haré una pintada de quince metros de ancho en la Casa Blanca, justo en el despacho oval, aprovechando un despiste de los guardaespaldas de Obama. Que escribiré un libro de versos traduciendo los maullidos de los gatos (porque los gatos maúllan en verso, sobre todo los azules). Que escribiré a tiza en la Muralla China mi historia de amor con Iratxe (si hago la letra pequeña habrá pared suficiente). Que retaré a Usain Bolt a una carrera: la velocidad de sus piernas contra la velocidad de mi fracaso. Que daré una conferencia tumultuosa con un título imposible: “Analogías entre el militarismo nazi y la poesía endecapléjica”. O que en todos mis actos, en la puerta de entrada, lucirá esta advertencia: “Se prohíbe la entrada a perros y personas humildes”. O esta otra: “Solo se admite a niños y a mayores con héroe”.