VOLVÍA AYER por la mañana a Isinbáyeva cuando se desató un viento tan grande que decidí abandonar las aceras y caminar por el medio de la calzada, solo por el miedo de que se me cayera alguna maceta o enser de los balcones, de los que no aparté la mirada en todo mi regreso. Luego, cuando me enteré de que ese mismo día por la misma hora había fallecido una chica al ser aplastada por la caída de un árbol, pensé: mira qué mala suerte. Igual ella tenía una vida plena y por eso mismo salió a la calle tan campante, sin fijarse en nada, como hacen las personas que se dedican a vivir. Yo, en cambio, llevo una vida inservible de punta a rabo, pero soy tan hipersensitiva y tengo tanto miedo a morirme que seguro que hubiera visto venir al árbol desde kilómetros, una centésima después de que se empezara a torcer.