QUE LLEVE tiempo sin quejarme de la censura de Meta y Google no significa que haya dejado de sufrirla, sino solo que he dejado de quejarme. Al final he comprendido: una obra como la mía, que pone en el centro la lucha por tierra, mar y aire contra las onfaloscopias territoriales, y que se dirige precisamente a los propios cultivadores de esos nosotrismos, tiene que ser por fuerza una obra marginal, a la espera de un momento más propicio donde el universalismo pueda asomar de nuevo la cabeza (ese momento fue la Belle Epoque, o los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial). Meta y Google me censuran porque quieren protegerme: esto es lo que pienso ahora, con mucha retranca, solo por no llorar. En cualquier caso, tengo unas condiciones formidables para la marginalidad, si es que esa palabra posee alguna acepción distinta a la soledad, y gracias a mi postergamiento puedo conseguir que mi obra, que es la obra apresurada de un intestino rápido, pueda adquirir mayor matiz y consistencia. Continúo manteniendo el mitad sueño mitad certeza de que voy a ser una gran escritora, no tengáis ninguna duda, y como además nunca he dejado que el rencor ni el afán de venganza se alojen en mi mente, os lo juro por el Bundesbank, cuando llegue a serlo escribiré una lista de agradecimientos, entre los que incluiré a mis dos “madrinas”: “Gracias, Google y Meta, porque queriendo cancelar el surgimiento de una mera escritora mainstream, favorecisteis el nacimiento de una escritora de verdad”.