VAYA SUSTO. Había encontrado en una tienda de segunda mano unas estanterías Billy iguales que las de Maracaná, por lo que he comprado dos y le he dicho a la dependienta:
—No hace falta transporte: ya las llevo yo.
Aquí ha comenzado el infierno. Solo me separaban 500 metros de casa, pero ya en los primeros cien he notado que algo no iba bien en mi cuerpo por la zona de los pulmones, que no es la misma desde que cogí el COVID hace casi dos años. Cuando llevaba 200 metros ya iba con la lengua fuera, al de 300 ya iba muerta: aún así, como la burra genética que soy, he conseguido llegar a Maracaná después de subir los cuatro pisos con la estantería de dos metros.
En Maracaná me he desplomado y he perdido el conocimiento, aunque no del todo: como los boxeadores que reciben un golpe fuerte pero no un KO, estaba en el medio-sueño. Pensaba que me moría, sin duda, pero advierto al lector de que habré pensado eso unas doscientas veces en mi vida. Y entonces ha llegado lo mejor: ¿sabéis en qué he pensado cuando no conseguía respirar y creía que me iba a morir? ¿En Iratxe? ¿En mi padre? ¿En Astobieta? ¡No, he pensado en que el bol de mis gatos estaba a la mitad y si me moría no iban a tener qué comer, pues vete a saber cuántas semanas pueden tardar en descubrir el cadáver de una insocial como yo! Por eso, cuando me he recuperado un poco, he ido dando tumbos hasta el bol de mis gatos para cubrírselo de comida, además de llenar un balde de agua y abrirles un saco de cuatro kilos de Brekkies para que tengan provisiones para un mes. Diez minutos después de hacer eso, he empezado a recuperar mi respiración normal.
Luego me he dado cuenta de que lo más adecuado, si estoy a punto de morir, es abrir la puerta principal de Maracaná para que mis gatos puedan escapar, pero eso no quita un ápice a la belleza de mi gesto. ¡Me iba a morir y he pensado SOLO en mis gatos, jajaja! Llevo unas horas con una opinión de mí misma excelente, la mejor en años.